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martes, 18 de octubre de 2011

LA INMUTABILIDAD DE DIOS

Continuamos publicando el libro recomendado, no se pierda ninguno de estos maravillosos capítulos sobre los atributos de Dios. Hoy llegamos ya a "LA INMUTABILIDAD DE DIOS". Que Dios les bendiga con abundante bendición espiritual.

LA INMUTABILIDAD DE DIOS

Esta es una de las perfecciones Divinas que nunca han sido suficientemente estudiadas. Es una de las excelencias que distinguen al Creador de todas sus criaturas. Dios es el mismo perpetuamente; no está sujeto a cambio alguno en su ser, atributos o determinaciones. Por ello, Dios es comparable a una roca (Deuteronomio 32:4, etc.) que permanece inconmovible cuando el océano entero que la rodea, fluctúa continuamente; aunque todas las criaturas estén sujetas a cambios, Dios es inmutable. El no conoce cambio alguno porque no tiene principio ni fin. Dios es para siempre “el Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17).

En primer lugar, Dios es inmutable en esencia. Su naturaleza y ser son infinitos y, por lo tanto, no están sujetos a mudanza alguna. Nunca hubo un tiempo en el que El no existiera; nunca habrá día en el que deje de existir. Dios nunca ha evolucionado, crecido o mejorado. Lo que es hoy ha sido siempre y siempre será. “Yo Jehová, no me mudo” (Malaquías 3:6), es su propia afirmación absoluta. No puede mejorar, porque es perfecto; y, siendo perfecto, no puede cambiar en mal. Siendo totalmente imposible que algo externo le afecte, Dios no puede cambiar ni en bien ni en mal: es el mismo perpetuamente. Solo Él puede decir: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14). El correr del tiempo no le afecta en absoluto. En el rostro eterno no hay arrugas.

Por lo tanto, su poder nunca puede disminuir, ni su gloria palidecer.

En segundo lugar, Dios es inmutable en sus atributos. Cualesquiera que fuesen los atributos de Dios antes que el universo fuera creado, son ahora exactamente los mismos, y así permanecerán para siempre. Es necesario que sea así, ya que tales atributos son las perfecciones y cualidades esenciales de su ser. Semper ídem (siempre el mismo) está escrito sobre cada uno de ellos. Su poder es indestructible, su sabiduría irreductible y su santidad inmancillable. Como la Deidad no puede dejar de ser, así tampoco pueden los atributos de Dios cambiar. Su veracidad es inmutable, porque su Palabra “permanece para siempre en los cielos” (Salmo 119:89). Su amor es eterno: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3), y “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, amólos hasta el fin” (Juan 13:1). Su misericordia es incesante, porque es “para siempre” (Salmo 100:5).

En tercer lugar, Dios es inmutable en su consejo. Su voluntad jamás cambia. Algunos quizás objetaran que “arrepintióse Jehová de haber hecho hombre” (Génesis 6:6). A esto respondemos: Entonces, ¿se contradicen las Escrituras a sí mismas? No, es no puede ser. El pasaje de Números 23:19 es suficientemente claro: “Dios no es hombre, para que mienta; ni hijo de hombre para que se arrepienta”. Asimismo, en I Samuel 15:29, leemos: “El Vencedor de Israel no mentirá, ni se arrepentirá; porque no es hombre para que se arrepienta”. La explicación es muy sencilla. Cuando habla de sí mismo, Dios adapta, a menudo, su lenguaje a nuestra capacidad limitada. Se describe a sí mismo como vestido de miembros corporales, tales como ojos, orejas, manos, etc. Habla de sí mismo “despertando” (Salmo 78:15), “madrugando” (Jeremías 7:13); sin embargo, ni dormita ni duerme. Así, cuando adopta un cambio en su trato con los hombres, Dios describe su acción como “arrepentimiento”.

Si, Dios es inmutable en su consejo. “Porque sin arrepentimiento son las mercedes y la vocación de Dios” (Romanos 11:29). Ha de ser así, porque “si El se determina en una cosa, ¿Quién lo apartará? Su alma deseó, e hizo” (Job 23:13). El propósito de Dios jamás cambia. Hay dos causas que hacen al hombre cambiar de opinión e invertir sus planes: la falta de previsión para anticiparse a los acontecimientos, y la falta de poder para llevarlos a cabo. Pero, dado que Dios es omnisciente y omnipotente, nunca necesita corregir sus decretos. No, “el consejo de Jehová permanecerá para siempre; los pensamientos de su corazón por todas las generaciones” (Salmo 33:11). Es por ellos que leemos acerca de “la inmutabilidad de su consejo” (Hebreos 6:17).

En esto percibimos la distancia infinita que existe entre la más grande de las criaturas y el Creador. Creación y mutabilidad son, en un sentido, términos análogos. Si la criatura no fuera mudable pro naturaleza, no sería criatura, seria Dios. Por naturaleza, ni vamos ni venimos de ninguna parte. Nada, aparte de la voluntad y el poder sustentador de Dios, impide nuestra aniquilación. Nadie puede sostenerse a sí mismo ni un solo instante. Dependemos por completo del Creador en cada momento que respiramos. Reconocemos con el salmista que “El es el que puso nuestra alma en vida” (Salmo 66:9). Al comprender esta verdad, debería humillarnos el sentido de nuestra propia insignificancia en la presencia de Aquel en quien “vivimos, y nos movemos, y somos”.

Como criaturas caídas, no solamente somos mudables, sino que todo en nosotros es contrario a Dios. Como tales, somos “estrellas erráticas” (Judas 13), fuera de órbita. “Los impíos son como la mar en tempestad, que no puede estarse quieta” (Isaías 57:20). El hombre caído es inconstante. Las palabras de Jacob, refiriéndose a Rubén, son aplicables igualmente a todos los descendientes de Adán: “Corriente como las aguas” “dejaos del hombre” (Isaías 2:22), no solo es una muestra de piedad, sino también de sabiduría. No hay ser humano del que se pueda depender. “No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en el salud” (Salmo 146:3). Si desobedezco a Dios, merezco ser engañado y defraudado por mis semejantes. La gente puede amarte hoy y odiarte mañana. La multitud que grito: “¡Hosanna al hijo de David!”, no tardo mucho en decir: “¡Quita, quita, crucifícale!”

Aquí tenemos consolación firme. No se puede confiar en la criatura humana, pero si en Dios. No importa cuán inestable sea yo, cuando inconstantes demuestren ser mis amigos; Dios no cambia. Si cambiara como nosotros, si quisiera una cosa hoy y otra distinta mañana, si actuara por capricho, ¿Quién podría confiar en Él? Pero, alabado sea su santo nombre, El es siempre el mismo. Su propósito es fijo, su voluntad estable, su Palabra segura. He aquí una roca en la que podemos fijar nuestros pies mientras el torrente poderoso arrastra todo lo que nos rodea. La permanencia del carácter de Dios garantiza el cumplimiento de sus promesas: “Porque los montes se moverán, y los collados temblaran; mas no se apartara de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz vacilará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti” (Isaías 54:10).

En esto hallamos estimulo para la oración. “¿Qué consuelo significaría orar a un dios que, como el camaleón, cambiara de color continuamente? ¿Quién presentaría sus peticiones a un príncipe tan variable que concediera una demanda hoy y la negara mañana?” (S. Charnock, 1670). Si alguien pregunta por qué orar a Aquel cuya voluntad esta ya determinada, le contestamos: Porque El así lo quiere. ¿Ha prometido Dios darnos alguna bendición sin que se la pidamos? “Si demandaremos alguna cosa conforme a su voluntad, El nos oye” (I Juan 5:14), y quiere para sus hijos todo lo que es para bien de ellos. El pedir algo contrario a su voluntad no es oración, sino rebelión consumada.

He aquí, también, terror para los impíos. Aquellos que desafían a Dios, quebrantan Sus leyes y no se ocupan de Su gloria, sino que, por el contrario, viven sus vidas como si El no existiera, no pueden esperar que, al final, cuando clamen por misericordia, Dios altere su voluntad, anule su Palabra, y rescinda sus terribles conminaciones. Por el contrario, ha declarado: “Pues también yo haré en mi furor; no perdonara mi ojo, ni tendré misericordia, y gritaran a mis oídos con gran voz, y no los oiré” (Ezequiel 8:18). Dios no se negara a sí mismo para satisfacer las concupiscencias de ellos. El es Santo y no puede dejar de serlo. Por lo tanto, odia el pecado con odio eterno. De ahí el eterno castigo de aquellos que mueren en sus pecados.

“La inmutabilidad Divina, como la nube que se interpuso entre los israelitas y los egipcios, tiene un lado oscuro y otro claro. Asegura la ejecución de sus amenazas, y el cumplimiento de sus promesas; y destruye la esperanza que los culpables acarician apasionadamente, es decir, la de que Dios será blando para con sus frágiles y descarriadas criaturas, y que serán tratados mucho mas ligeramente de lo que parecen indicar las afirmaciones de su Palabra. A esas especulaciones falsas y presuntuosas oponemos la verdad solemne de que Dios es inmutable en veracidad y propósito, en fidelidad y justicia” (J. Dick, 1850).

El próximo capítulo habla sobre la santidad de Dios.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

LA SOBERANÍA DE DIOS

Hoy continuaré con la publicación de este maravilloso libro de Arthur Pink "Los atributos de Dios", muchos cristianos conocemos poco y nada sobre la soberanía de Dios, pero espero que con la lectura de este libro pueda al menos tener una idea de lo que significa e implica la soberanía de Dios. Que Dios habrá sus mentes y sus corazones para recibir esta excelente exposición sobre este atributo de Dios.

LA SOBERANIA DE DIOS.

La soberanía de Dios puede definirse como el ejercicio de su supremacía (véase el capitulo anterior). Dios es el Altísimo, el Señor del cielo y de la tierra; esta exaltado infinitamente por encima de la más eminente de las criaturas. El es absolutamente independiente; ni está sujeto a nadie, ni es influido por nadie. Dios obra siempre y únicamente como gusta. Nadie puede frustrar ni detener sus propósitos. Su propia Palabra lo declara explícitamente: “Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quisiere” (Isaías 46:10); “En el ejercito del cielo, y en los habitantes de la tierra, hace según su voluntad: ni hay quien estorbe su mano” (Daniel 4:35). La soberanía divina significa que Dios lo es de hecho, así como de nombre, y que está en el Trono del universo dirigiendo y obrando todas las cosas “según el consejo de su voluntad” (Efesios 1:11).

Con razón decía Spurgeon, en un sermón sobre Mateo 20:15, que “no hay atributo mas confortador para Sus hijos que el de la soberanía de Dios. Bajo las más adversas circunstancias y las pruebas más severas, creen que la Soberanía los gobierna y que los santificará a todos. Para ellos, no debería haber nada por lo que luchar más celosamente que la doctrina del Señorío de Dios sobre toda la creación – el reino de Dios sobre todas las obras de Sus manos --, el trono de Dios, y Su derecho a sentarse en el mismo. Por otro lado, no hay doctrina más odiada por la persona mundana, ni verdad que haya sido más maltratada, que la grande y maravillosa, pero certísima, doctrina de la soberanía del infinito Jehová. Los hombres permitirán que Dios este en todas partes, menos en Su trono. Le permitirán formar mundos y hacer estrellas, dispensar limosnas y conceder mercedes, sostener la tierra y soportar los pilares de la misma, iluminar las luces del cielo, y gobernar las incesantes olas del océano; pero cuando Dios asciende a su trono sus criaturas rechinan los dientes, y nosotros proclamamos un Dios entronizado y su derecho a hacer su propia voluntad con lo que le pertenece, a disponer de sus criaturas como a Él le place, sin necesidad de consultarlas. Entonces se nos maldice y los hombres hacen oídos sordos a lo que les decimos, ya que no aman a un Dios que está sentado en Su trono. Pero es a Dios en Su trono que nosotros queremos predicar. Es en Dios en Su trono en quien confiamos”.

“Todo lo que quiso Jehová, ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos” (Salmo 135:6). Si, querido lector, tal es la Potestad revelada en las Sagradas Escrituras. Sin rival en majestad, sin límite en poder, sin nada, fuera de sí misma, que le pueda afectar. No obstante, vivimos en unos días en los que incluso los más “ortodoxos” parecen temer el admitir la verdadera divinidad de Dios. Dicen que reconocer la soberanía de Dios significa excluir la responsabilidad humana; cuando la verdad es que la responsabilidad humana se basa en la soberanía Divina, y es el resultado de la misma.

“Y nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho” (Salmo 115:3). En su soberanía escogió colocar a cada una de sus criaturas en la condición que pareció bien a sus ojos. Creo ángeles: a algunos los coloco en un estado condicional, a otros les dio una posición inmutable delante de Él (I Timoteo 5:21), poniendo a Cristo como su cabeza (Colosenses 2:10). No olvidemos que los ángeles que pecaron (II Pedro 2:4) eran sus criaturas tanto como los que no pecaron. Con todo, Dios previo que caerían y, sin embargo, los coloco en un estado mudable y condicional, y les permitió caer, aunque El no fuera el autor de su pecado.

Asimismo, Dios, en su soberanía, coloco a Adán en el jardín del Edén en un estado condicional. Si lo hubiera deseado podía haberle colocado en un estado incondicional, en un estado tan firme como el de los ángeles que jamás pecaron, en uno tan seguro e inmutable como el de los santos en Cristo. En cambio, escogió colocarle sobre la base de la responsabilidad como criatura, para que se mantuviera o cayera según se ajustase o no a su responsabilidad: la de obedecer a su Creador. Adán era responsable ante Dios por la ley que le había sido dada. Esa era una responsabilidad sin menoscabo y puesta a prueba en las condiciones más favorables.

Dios no coloco a Adán en un estado condicional y de criatura responsable porque fuera justo que así lo hiciera. No, era justo porque Dios lo hizo. Ni siquiera dio el ser a las criaturas porque eso fuera lo justo, es decir, porque estuviera obligado a crearlas; sino que era justo porque El lo hizo así. Dios es soberano. Su voluntad es suprema. Dios, lejos de estar bajo ninguna ley, es ley en sí mismo, así es que cualquier cosa que El haga, es justa. Y, ¡ay del rebelde que pone su soberanía en entredicho! “¡Ay del que pleitea con su Hacedor! ¡El tiesto con los tiestos de la tierra! ¿Dirá el barro al que lo labra: Qué haces?” (Isaías 45:9).

Además, Dios el Señor, como soberano, colocó a Israel sobre una base condicional. Los capítulos 19, 20 y 24 de Éxodo ofrecen pruebas claras y abundantes de ello. Estaban bajo el pacto de las obras. Dios les dio ciertas leyes e hizo que las bendiciones sobre ellos, como nación, dependieran de su observancia de las tales. Pero Israel era obstinado y de corazón incircunciso. Se rebelaron contra Jehová, desecharon su ley, se volvieron a los dioses falsos y apostataron. En consecuencia, el juicio divino cayó sobre ellos y fueron entregados en las manos de sus enemigos, dispersados por toda la tierra, y, hasta el día de hoy, permanecen bajo el peso del disfavor de Dios.

Fue Dios quien, en el ejercicio de su gran soberanía, puso a Satanás y sus ángeles, a Adán y a Israel en sus respectivas posiciones de responsabilidad. Pero, en el ejercicio de su soberanía, lejos de quitar la responsabilidad de la criatura, la puso en esta posición condicional, bajo las responsabilidades que El creyó oportunas; y, en virtud de esta soberanía, El es Dios sobre todos. De este modo, existe una armonía perfecta entre la soberanía de Dios y la responsabilidad de la criatura. Muchos han sostenido desatinadamente que es imposible mostrar donde termina la soberanía de Dios y empieza la responsabilidad de la criatura. He aquí donde empieza la responsabilidad de la criatura: en la ordenación soberana del Creador. En cuanto a su soberanía, ¡no tiene ni tendrá jamás “terminación”!

Vamos a probar aun más que la responsabilidad de la criatura se basa en la soberanía de Dios. ¿Cuántas cosas están registradas en la Escritura que eran justas porque Dios las mando, y que no lo hubieran sido si no las hubiera mandado? ¿Qué derecho tenia Adán a comer de los arboles del jardín del Edén? ¡El permiso de su Creador (Génesis 2:16), sin el cual hubiera sido un ladrón! ¿Qué derecho tenía el pueblo de Israel a demandar de los egipcios joyas y vestidos (Éxodo 12:35)? Ninguno, solo que Jehová lo había autorizado (Éxodo 3:22). ¿Qué derecho tenia Israel a matar tantos corderos para el sacrificio? Ninguno, pero Dios así lo mando. ¿Qué derecho tenía el pueblo de Israel a matar a todos los cananeos? Ninguno, sino que Dios les habían mandado hacerlo. ¿Qué derecho tendría el marido a demandar sumisión por parte de su esposa? Ninguno, si Dios no lo hubiera establecido. Podríamos citar muchos más ejemplos para demostrar que la responsabilidad humana se basa en la soberanía Divina.

He aquí otro ejemplo del ejercicio de la absoluta soberanía de Dios: colocó a sus elegidos en un estado diferente al de Adán o Israel. Los puso en un estado incondicional. En el pacto eterno, Jesucristo fue hecho su Cabeza, tomo sobre si sus responsabilidades y obro para ellos una justicia perfecta, irrevocable y eterna. Cristo fue colocado en un estado condicional, ya que fue “hecho súbdito a la ley”, solo que con esta diferencia infinita: los hombres fracasaron, pero El no fracaso ni podía hacerlo. Y, ¿Quién puso a Cristo en este estado condicional? El Dios Trino. Fue ordenado por la voluntad soberana, enviado por el amor soberano, y su obra le fue asignada por la autoridad soberana.

El mediador tuvo que cumplir ciertas condiciones. Había de ser hecho en semejanza de carne de pecado; había de magnificar y honrar la lay; tenía que llevar todos los pecados del pueblo de Dios en su propio cuerpo sobre el madero; tenía que hacer expiación completa por ellos; tenía que sufrir la ira de Dios, morir y ser sepultado. Por el cumplimiento de todas esas condiciones, le fue ofrecida una recompensa: Isaías 53:10-12. Había de ser el Primogénito entre muchos hermanos; había de tener un pueblo que participaría de su gloria. Bendito sea su nombre para siempre porque cumplió todas esas condiciones; y porque las cumplió, el Padre está comprometido en juramento solemne a preservar para siempre y bendecir por toda la eternidad a cada uno de aquellos por los cuales hizo mediación su Hijo encarnado. Porque El tomo su lugar, ellos ahora participan del Suyo. Su justicia es la Suya, su posición delante de Dios es la Suya, y su vida es la Suya. No hay ni una sola condición que ellos tengan que cumplir, ni una sola responsabilidad con la que tengan que cargar para alcanzar la gloria eterna. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14).

He aquí, pues, la soberanía de Dios expuesta claramente ante todos en las distintas formas en que El se ha relacionado con sus criaturas. Algunos de los ángeles, Adán e Israel fueron colocados en una posición condicional en la que la bendición dependía de su obediencia y fidelidad a Dios. Pero, en marcado contraste con estos, a la “manada pequeña” (Lucas 12:32) le ha sido dada una posición incondicional e inmutable en el pacto de Dios, en sus consejos y en su Hijo; su bendición depende de lo que Cristo hizo por ellos. “El fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos” (II Timoteo 2:19). El fundamento sobre el que descansan los elegidos de Dios es perfecto: nada puede serle añadido, ni nada puede serle quitado (Eclesiastés 3:14). He aquí, pues, el más alto y grande exponente de la absoluta soberanía de Dios. En verdad, El “del que quiere tiene misericordia; y al que quiere endurece” (Romanos 9:18).

En la próxima publicación publicaré el siguiente capítulo "La inmutabilidad de Dios".
Hasta pronto.

lunes, 12 de septiembre de 2011

LA SUPREMACÍA DE DIOS

Hoy nuevamente continuaré subiendo un capitulo más de este maravilloso libro de Athur Pink. Verdaderamente este hombre de Dios respira Biblia, cada expresión está siempre acompañada de la bendita palabra de Dios. El cristiano verdadero se verá confrontado y será llevado a humillarse cada día más y ver la maravillosa majestuosidad del Dios de la Biblia, el Todopoderoso, ¿quién con tú oh Dios?. Por favor pido a los cristianos no dejar de continuar leyendo este libro, les aseguro que será de mucha bendición para su vida. Aquellos que aún no han gustado de la gracia de Dios, solo sentirán un rechazo de lo que se describe en este punto, pues su corazón y su orgullo les llevará a crujir sus dientes y a tapar sus oidos y se irán en pos de sus propios dioses que ellos mismos han fabricado con su propia imaginación, pero ustedes también tienen esperanza de ser alumbrados con la luz del Evangelio de Cristo y entonces podrán gozosamente aceptar la supremacía de Dios, y entonces verán la necesidad de derribar sus dioses que han edificado y amarán al Dios de la Biblia.

LA SUPREMACÍA DE DIOS.

En una de sus cartas a Erasmo, Lutero decía: “Vuestro concepto de Dios es demasiado humano”. El renombrado erudito probablemente se ofendió por tal reproche que procedía del hijo de un minero; sin embargo, lo tenía perfectamente merecido. Nosotros, también, aunque no tengamos lugar entre los líderes religiosos de esta era degenerada, presentamos la misma denuncia, y contra la mayoría de los predicadores de nuestros días, y contra quienes, en lugar de escudriñar las Escrituras por sí mismos, aceptan perezosamente las enseñanzas de otros. En la actualidad, y casi en todas partes, se sostienen los más deshonrosos y degradantes conceptos acerca de la autoridad y el reino del Todopoderoso. Para incontables millares, incluso entre los que profesan ser cristianos, el Dios de las Escrituras es completamente desconocido.

En la antigüedad, Dios se quejó a un Israel apostata: “Pensabas que de cierto seria yo como tú” (Salmo 50:21). Tal ha de ser ahora su acusación contra una cristiandad apostata. Los hombres imaginan que al Altísimo le mueven, no los principios, sino los sentimientos. Suponen que su omnipotencia es una ficción vacía y que Satanás puede desbaratar Sus designios a su antojo. Creen que si en realidad Él se ha forjado un plan o propósito, ha de ser como los suyos, constantemente sujetos a cambios. Declaran abiertamente que sea el que fuere el poder que posee, ha de ser restringido, no sea que invada la ciudadela del “libre albedrio” del hombre y lo reduzca a una “maquina”. Rebajan la eficacísima expiación, la cual redimió a todos aquellos por los cuales fue hecha, hasta hacer de ella una mera “medicina” que las almas enfermas por el pecado pueden usar si se sienten dispuestas a ello; y desvirtúan la obra invencible del Espíritu Santo, convirtiéndola en una “oferta” del Evangelio que los pecadores pueden aceptar o rechazar a su antojo.

El “dios” del presente siglo veinte no se asemeja más al Soberano Supremo de la Sagrada Escritura de lo que la confusa y vacilante llama de una vela se asemeja a la gloria del sol de mediodía. El “dios” del cual suele hablarse desde el pulpito y en la escuela dominical, el que se menciona en gran parte de la literatura religiosa actual, el que se predica en la mayoría de las llamadas conferencias bíblicas, es una invención de la imaginación humana, una ficción del sentimentalismo sensiblero. Los idolatras que se hallan fuera del seno de la cristiandad se hacen “dioses” de madera o de piedra, mientras que los millones de idolatras que se hallan dentro del seno de la cristiandad se elaboran “dioses” producto de sus propias mentes. En realidad, no son otra cosa que ateos, ya que no hay otra alternativa posible sino creer en un Dios absolutamente supremo o no creer en Dios. Un “dios” cuya voluntad puede ser resistida, cuyos designios pueden ser frustrados y cuyos propósitos pueden ser derrotados, no posee derecho alguno a la deidad, y lejos de ser objeto digno de adoración, merece solamente desprecio.

La distancia infinita que existe entre las más poderosas criaturas y el Creador todopoderoso es prueba de la supremacía del Dios viviente y verdadero. El es el Alfarero, ellas no son más que barro en sus manos, que puede ser transformado en vasos de honra, o desmenuzado (Salmo 2:9) a su gusto. Si todos los ciudadanos del cielo y todos los habitantes de la tierra se unieran en rebelión contra Él, no le ocasionarían inquietud alguna, y ello tendría menos efecto sobre su trono eterno e inexpugnable del que tiene sobre la elevada roca de Gibraltar la espuma de las olas del Mediterráneo. Tan pueril e impotente para afectar al Altísimo es la criatura, que la Escritura misma nos dice que cuando los príncipes gentiles se unan con Israel apostata para desafiar a Jehová y su Cristo, “el que mora en los cielos se reirá” (Salmo 2:4).

La supremacía absoluta y universal de Dios esta llana y positivamente declarada en muchos lugares de la Escritura. “Tuya es, oh Jehová, la magnificencia, y el poder, y la gloria, la victoria, y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y la altura sobre todos los que están por cabeza… Y Tú señoreas a todos” (I Crónicas 29:11,12). Nótese que dice “señoreas” ahora, no “señorearas en el Milenio”. “Jehová Dios de nuestros padre, ¿no eres Tú Dios en los cielos, y te enseñoreas en todos los reinos de las Gentes? ¿No está en tu mano tal fuerza y potencia, que no hay quien (ni siquiera el diablo) te resista? (II Crónicas 20:6). Ante Él, los presidentes y los papas, los reyes y los emperadores, son menos que la langosta.

“empero si Él se determina en una cosa, ¿Quién lo apartará? Su alma deseo, e hizo” (Job 23:13). Lector amigo, el Dios de la Escritura no es un monarca falso, ni un mero soberano imaginario, sino Rey de reyes y Señor de señores. “Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti” (Job 42:2), o, como alguien ha traducido, “ningún propósito tuyo puede ser frustrado”. Él hace todo lo que ha designado. Cumple todo lo que ha decretado. “Nuestro Dios está en los cielos: Todo lo que quiso ha hecho” (Salmo 115:3); y, ¿por qué? Porque “no hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo contra Jehová” (Proverbios 21:30).

La supremacía de Dios sobre las obras de sus manos está descrita de manera vivida en la Escritura. La materia inanimada y las criaturas irracionales cumplen los mandatos de su Creador. A su mandato el mar Rojo se dividió, y sus aguas se levantaron como muros (Éxodo 14); la tierra abrió su boca y los rebeldes descendieron vivos al abismo (Números 16). Cuando Él lo ordeno, el sol se detuvo (Josué 10); y en otra ocasión volvió diez grados atrás en el reloj de Acaz (Isaías 38:8). Para manifestar su supremacía, hizo que los cuervos llevaran comida a Elías (I Reyes 17), que el hierro nadara sobre las aguas (II Reyes 6:6), cerro la boca de los leones cuando Daniel fue arrojado al foso, e hizo que el fuego no quemara cuando los tres jóvenes hebreos fueron echados a las llamas. Así pues, “todo lo que quiso Jehová, ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos” (Salmo 135:6).

La supremacía de Dios se demuestra también en su gobierno perfecto sobre la voluntad de los hombres. Que el lector estudie cuidadosamente Éxodo 34:245. Tres veces al año, todos los varones de Israel debían dejar sus hogares e ir a Jerusalén. Vivian rodeados de pueblos hostiles que les odiaban por haberse apropiado de sus tierras. Siendo así, ¿Qué impedía que los cananitas, aprovechando la ausencia de los hombres, mataran a las mujeres y los niños y tomaran posesión de sus haciendas? Si la mano del Todopoderoso no estuviera incluso sobre la voluntad de los impíos, ¿Cómo podía prometer que nadie ni siquiera “desearía” sus tierras? “como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano de Jehová: A todo lo que quiere lo inclina” (Proverbios 21:1).

Habrá empero quien objete que una y otra vez leemos en la Escritura como aquellos hombres desafiaron a Dios, resistieron su voluntad, quebrantaron sus mandamientos, desestimaron sus amonestaciones, e hicieron oídos sordos a sus exhortaciones. Si, es cierto; pero, ¿anula esto lo que hemos dicho anteriormente? Si es así, entonces la Biblia se contradice manifiestamente a sí misma. Pero eso no puede ser. El que hace esta objeción se refiere únicamente a la impiedad del hombre contra la palabra externa de Dios, mientras que lo que hemos mencionado es lo que Dios se ha propuesto en sí mismo. La norma de conducta que Él nos ha dado no es cumplida perfectamente por ninguno de nosotros; sus propios “consejos” eternos son cumplidos hasta el más minúsculo de los detalles.

La supremacía absoluta y universal de Dios se afirma con igual claridad y certeza en el Nuevo Testamento. Ahí se nos dice que Dios “hace todas las cosas según el consejo de su voluntad” (Efesios 1:11). “hace”, en griego, significa “hacer efectivo”. Por esta razón, leemos: “Porque de Él, y por Él, y en Él, son todas las cosas. A Él sea gloria por siglos. Amén” (Romanos 11:36). Los hombres pueden jactarse de ser agentes libres, con voluntad propia, y de que son libres de hacer lo que les plazca, pero a aquellos que, jactándose, dicen: “Iremos a tal ciudad, y estaremos…”, la Escritura advierte: “En lugar de lo cual deberíais decir: Si el Señor quisiere” (Santiago 4:13,15). He aquí, pues, lugar de descanso para el corazón.

Nuestras vidas no son el producto de un destino ciego, ni el resultado de la suerte caprichosa, sino que cada detalle de las mismas fue ordenado por el Dios viviente y soberano. Ni un solo cabello de nuestras cabezas puede ser tocado sin su permiso. “El corazón del hombre piensa su camino: mas Jehová endereza sus pasos” (Proverbios 16:9). ¡Qué certeza, poder y consuelo debería de proporcionar esto al verdadero cristiano¡ “En tu mano están mis tiempos” (Salmo 31:15). Así, permitidme decir: “Calla a Jehová, y espera en Él” (Salmo 37:7).

Fin.

En la próxima publicación estaré subiendo "la soberanía de Dios"